viernes, 20 de julio de 2012

La muerte de Mike Malloy, uno de los asesinatos más torpes de la historia

La muerte de Mike Malloy, uno de los asesinatos más torpes de la historia:

Mayo de 1933, New York. La policía ordena abrir una fosa común para los sin techo del cementerio de Ferncliff, en el condado de Westchester. Sepultado tras casi cuatro metros de arena, encuentran el cuerpo que han venido a buscar. Mike Malloy, un pobre diablo al que su adicción al alcohol y una neumonía lobular acabaron arrastrándolo a la tumba; al menos eso es lo que dice el certificado de defunción.
Pero el fiscal del distrito del Bronx, Samuel Foley, no acostumbra a investigar muertes de vulgares borrachos. Sospecha que la muerte de Malloy oculta sin embargo una historia mucho más turbia… la de la peor banda de criminales de New York y el hombre con el hígado más resistente del planeta.
Corrían los últimos días de la Ley Seca, cuando el consumo de alcohol estaba prohibido;  la mafia y los bares clandestinos proliferaban en rincones oscuros y respetables tiendas por toda la ciudad. Antonio Marino era precisamente propietario de uno de esos bares, situado en el barrio del Bronx.

También eran los últimos coletazos de la Gran Depresión. La tasa de paro rondando el 50% (a qué nos suena) y la falta de oportunidades ocasionaron que muchos desesperados recurrieran a cualquier método al alcance para llenar sus bolsillos. Fue el caso de Marino, que junto a su camarero, Joe Murphy, un empleado de una funeraria llamado Frank Pasqua y su amigo Dan Kriesberg, diseñaron un plan consistente en hacer firmar suculentos seguros de vida a alcohólicos indigentes para luego asesinarlos en los etílicos vapores de Baco.
Pero la abyecta banda no contaba con Mike Malloy. En principio parecía la víctima perfecta: irlandés, cincuenta años, exbombero y exingeniero, vagagundo y alcohólico de actual profesión; mataba las horas calentando sillas en tugurios clandestinos como los de Antonio Marino.
Empezaron invitándole a tragos, le engañaron para hacerle firmar tres seguros de vida por un valor total de 1.800 $ y hasta le colocaron una almohada en la calle para dormir las resacas. El pobre Malloy, acostumbrado a no tener blanca ni para empinar el codo, no podía estar más agradecido.
Pasaban las semanas y la salud del irlandés no parecía especialmente afectada, así que Marino y comparsa decidieron acelerar el proceso. Empezaron mezclándole la bebida con anticongelante. Tras un primer trago, en que Malloy alabó la suavidad del nuevo brebaje, se desplomó en el suelo del bar para volver a levantarse declarando tener una sed de mil demonios.
Durante las siguientes semanas le fueron sirviendo mayores dosis de anticongelante, primero; después trementina y finalmente linimento de caballo con veneno para ratas. Malloy seguía bebiendo sin sospechar nada ni creer su buena suerte.
Más tarde le sirvieron ostras crudas empapadas en metanol. Tras comerse dos docenas, el entusiasmado Mike animó al todavía estupefacto Marino a abrir un restaurante. Le siguieron una ración de sardinas podridas salpicadas de virutas de estaño. Tampoco funcionó.

Hartos de esperar, los frustrados asesinos llevaron al agradecido y beodo comensal a Claremont Park, para quitarle el abrigo, empaparlo en agua y abandonarlo sobre la nieve. Lo que no podía hacer el veneno sería trabajo para el invierno neoyorquino.
Cual fue su sorpresa cuando a la noche siguiente Malloy reaparecía en el local vestido con un traje nuevo. La suerte había querido que la policía lo encontrara y una organización benéfica le había proporcionado ropa nueva.
Los frustrados defraudadores ya no sabían que hacer. Decidieron contratar a un taxista, Harry Green, al que pagaron 150 dólares para atropellarlo con su coche. El primer intento falló cuando como por arte de magia Malloy esquivó la primera embestida del bólido. La segunda vez el taxi le dio de lleno.
Una fractura de cráneo, de hombro y una conmoción cerebral no fueron capaces de acabar con su vida ni con su sed; por lo que reapareció tiempo después en el bar de sus ‘buenos amigos’, que no terminaban de creer su mala suerte.
El grupo decidió que sólo les quedaba una solución: matarlo ellos mismos con sus manos.
La noche de un 22 de febrero, Marino retaba a Malloy a una competición de beber. El primero bebía whisky, el segundo alcohol para madera. No tenemos claro quién gano, pero cuando Malloy ya estaba muy borracho lo trasladaron a un piso en Fulton Avenue, le colocaron una toalla en la boca y engancharon un tubo conectado a una llave de gas.
Por fin, después de innumerables intentos, Mike Malloy había muerto.
Cincuenta dólares bastaron para una autopsia falsa. Enterraron el cuerpo en una caja de 12 $ apenas cuatro horas de pues de haber cometido el crimen. Joe Murphy, el camarero homicida, cobró 800 $ dólares del seguro haciéndose pasar por el hermano de Malloy. Parecía que a fin de cuentas todo había terminado bien para la banda.
No contaban con que tiempo después Murphy entraría en la cárcel por otros cargos. Los agentes de seguros empezaron a sospechar de este hecho y la autopsia del cadáver terminó por aclararlo todo. Los cuatro malhechores fueron rápidamente arrestados.
Durante el extravagante juicio, los acusados alegaron demencia, se culparon los unos a los otros y hasta declararon haber sido obligados por un conocido gánster local. Los cuatro fueron ejecutados en la silla eléctrica y recordados como una de las bandas más incompetentes de la historia criminal de la ciudad.
En cuanto al pobre Myke Malloy, fue enterrado de nuevo y su historia hecha pública, lo que le sirvió para ser conocido póstumamente como “Mike the durable” o “Iron Mike”.

Vía nydailynews y Wikipedia

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